Una crónica realizada por Camilo Parra y Camila Rivera
Una de las más grandes manifestaciones de la cultura popular del país se encuentra en un mercado en el centro de
Bogotá .
Esta es la historia de cómo un modelo de comercio informal se convirtió en un espacio de memoria histórica y expresión de la cultura popular de Colombia
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Sentado frente a una vieja mesa de madera, que pudo ser usada en algún tiempo como comedor y que hoy no cabría en ningún apartamento, Germán Rodríguez pone tres periódicos cubiertos en bolsas translúcidas del siglo pasado que sacó del escaparate que antes albergó vajillas y cristales. Hoy guarda archivos, carpetas y libros. Es moreno luce un traje negro, camisa blanca y corbata azul celeste. La vitrola dorada y reluciente a su espalda refleja su cabello bien peinado hacia atrás, dejando ver una cicatriz por encima de la ceja izquierda. Se inclina en la silla y otra vitrola emerge de su ancha espalda y sin apartar los brazos de la mesa dice:
-Nosotros contamos una historia bien diferente a los mercados tradicionales. Todo esto perteneció a una familia bogotana que hace treinta años escuchaba música en estas vitrolas, comían en esta mesa y usaban de otra manera estos objetos-.
Esa es la historia que cuenta el Mercado de Pulgas San Alejo.
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El silencio oscuro al caer la tarde del sábado es interrumpido por el ruido de una carroza que baja sola rápidamente por la calle 24 con quinta hacía la séptima. Detrás, los pasos apurados de un hombre de cachucha y camiseta gris quien corre tratando de encarrilar el alto cúmulo de varillas y carpas envueltos en lonas de construcción y trozos de plástico amarrados con cabuya. Al llegar a la planicie de la carrera séptima la carroza desacelera y el hombre la alcanza sin dificultad. Otra persona de gorra y enterizo azul oscuro abre la puerta del parqueadero y ayuda a entrar la carroza. Se oye el motor de un camión blanco que aparece de entre la penumbra de postes de luz todavía apagados y entra al parqueadero. Catorce hombres se preparan para alzar 500 carpas en ocho horas. El montaje debe estar completo según el orden señalado antes de las 6:00 a.m. del domingo. Los hombres organizan las carpas como si se tratara de un juego de Tetris. Con la altura y distancia adecuada, el parqueadero luce como un laberinto de colores. Una gota de lluvia cae sobre los anteojos de uno de los trabajadores que lleva en su espalda cuatro varillas, apoyos de una carpa. Minutos después arreció.
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Mostrando los periódicos de los 80´s, con la delicadeza de un coleccionista a pesar de sus manos gruesas, Germán enseña los inicios del mercado.
El Mercado de las Pulgas de San Alejo nació en Bogotá el 19 de marzo de 1983 como una congregación de recolectores y vendedores ambulantes. Algunos de quienes todavía trabajan en el Mercado recuerdan haber trabajado con sus padres y poner la mercancía en el suelo de la carrera Tercera entre calles 19 y 24, luego de ser desalojados de la Plazoleta del Chorro de Quevedo. Tal es el caso de María de los Ángeles Hernández, quien mencionó (sentada en su puesto de vajilla y cristalería antigua) que en ese entonces se ubicaban justo al frente del Hotel Niagara que hoy en día es el Monserrate. “Por allá donde ahora pasa el Transmilenio”, dice. Ese mismo año el distrito reunió a los vendedores informales del Chorro de Quevedo, en la carrera Décima y en la Avenida Jiménez. Los ubicaron en lo que hoy se conoce como el sector de Las Aguas. Allí llegaron 750 familias comerciantes que pronto adquirieron reconocimiento de la gente que ya sabía dónde conseguir objetos curiosos. En este lugar se podía encontrar todo lo que a usted se le ocurriera, incluso algo tan disparatado como una espada samurái o un radio General Electric de los años treinta, cascos de la segunda guerra y muebles del siglo pasado. Era el punto donde comerciantes de antigüedades conseguían (aún lo hacen) toda clase de piezas de valor histórico y artístico. –Una vez encontraron un busto de Carlos Galán hecho por un escultor famoso y fue a parar a un museo- apunta Germán quien en ese entonces tenía apenas ocho años y que hoy ocupa el asiento principal en la oficina de la Asociación del Mercado de Pulgas San Alejo. Con el tiempo el sector se convirtió en un foco de comercio para toda clase de públicos. Entre semana, desde esta oficina totalmente amoblada con antigüedades, Germán gestiona que los camiones estén listos para montar las carpas, los puestos de cada familia comerciante, la organización armoniosa de los objetos y la tradición de recolector de objetos que lleva en la sangre.
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Llueve. Sumado al proceso de ensamblaje que terminó a las 7 am, hay otra tarea: traer la mercancía de los comerciantes que de lunes a sábado reposa en dos bodegas. Una ubicada en la calle 24 con 13 y otra arriba de la Biblioteca Nacional (Calle 24 con carrera quinta). Hoy y a causa de la lluvia, el proceso se tardó hora y media más de lo debido. Una intensa bruma de nubes es atravesada por un sol radiante que hace parecer la lluvia de anoche, una ficción. Las carrozas se desvisten y su contenido se despliega a lo largo y ancho de la feria. Gema Camargo llega a las 6:00 a.m. y hace los últimos preparativos: desempaca la cristalería cuidadosamente, lustra y da brillo a las piezas de metal, desempolva algunos juguetes, y, por último, apoltrona sobre la mesa una robusta máquina de escribir marca Remington. La cuota dominical por el uso del puesto de tres metros de ancho por dos y medio de lato es de 14.000 pesos. Unos metros más adelante se escucha entre libros, vinilos, casetes y colgandejos de madera tallada, Se me perdió la cadenita de La sonora dinamita, simultáneamente en otro de los puestos, por el pasaje de piedras brillantes, cuarzos y afiches de rock, llegan los ecos desvalidos de Come on feel the noise de Quiet riot. El mercado está abierto con media hora de retraso,, son las 9:30 am y ya hay unas quince personas a la espera de entrar.
En menos de 20 minutos el lugar está lleno. Familias agolpadas en la zona de comidas (tan vasta e imponente como la de esculturas antiguas y joyería) desayunan tamal con jugo de naranja. Algunos jóvenes comen maíz pira y mango biche mientras unos señores robustos se esfuerzan por subir la lechona caliente a una mesa blanca. Un ambiente de feria se respira, cada pasillo es un mundo de temas, colores, música y objetos, cientos de objetos, que alucinan la mente tranquila.
Entre las partes de maquinaría antigua –situadas en el piso por su gran tamaño como sucede en algunas carpas que no usan mesa- se puede ver una tapa de caldero pintada de negro con dorado, un candado del tamaño de la cabeza de un niño y lámparas como sacadas del cuento de Aladino. Un hombre se acerca interesado en un bastón de madera que agarra y pregunta: -¿Este es de los que tiene un cuchillo largo en su interior?. El comerciante, Daniel Fernando, le responde tomando el bastón en sus manos: - Del bastón sale sólo un chuzo - abre la punta y continúa- un punzón corto, mire como de 10 centímetros. El hombre baja las cejas diciendo que buscaba uno más largo y se va. El papá de Daniel tiene su lugar dos carpas más allá de la suya. Cuando se trata de conseguir mercancía, reconoce, ya hay una tradición muy larga. - Varias cosas nos las ofrecen amigos y conocidos que saben del negocio, por lo demás tenemos que salir a recorrer casas antiguas, depósitos de chatarra y andar, andar, y andar.
Muchos otros comerciantes jóvenes, tienen a su familia trabajando a unos pasos de distancia o en el mismo local. Un par de hermanos que comen tamal sentados detrás de tres mesas llenas de pequeños cofres y vasijas con grabados japoneses anuncian que sus papás –señalando la carpa de al frente- han estado desde que inició el mercado. Aspiran a que sus hijos también aprendan el arte de encontrar objetos antiguos y valorarlos como sus papás les enseñaron.
La música se ha detenido repentinamente y por el corredor de billetes y monedas antiguas, contiguo al de pines y cucharas de té inglesas, pasa un chico de chaleco naranja con grabado negro que lee “Seguridad” buscando a Germán.
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En Amsterdam existía, a inicios del siglo pasado, un mercado de ropa usada en el que se creía que había piojos en las prendas. Se comenzó a conocer como el Mercado del Piojo. Aquí se oyó lo del piojo y en contraposición al fenómeno europeo, el piojo se convirtió en pulga. Germán enseña sus libros de mercados de todas partes del mundo, los cierra y pasa hablar de lo administrativo, aspecto que tuvo que aprender ya bien adelantado de años para poder gestionar el mercado. El contrato de arrendamiento con el parqueadero ha estado a punto de terminar en varias ocasiones. Prevalece cierta tensión con la dirección del Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO), debido a que los proyectos de expansión del museo comprometen el espacio usado desde hace más de 35 años por San Alejo. En 2012 se reconoció al Mercado de las pulgas como patrimonio cultural e inmaterial de Colombia por ser un sitio que alberga la compleja y rica cultura del país en sus objetos de todas las épocas y regiones. - Nada de eso usted lo encuentra ni en el MAMBO, la posibilidad de conocer cómo vestía la gente, con qué jugaban y de qué estaba y está impregnada la cultura colombiana, añade Germán.
El último fin de semana de abril el número de visitantes estimado fue de 35.000 personas según un reporte de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Más que a un partido de fútbol, el evento nacional más asistido del país. Se han realizado subastas y campañas de revitalización del centro promovidas por la asociación. Su intención es borrar el estigma del centro como un foco de desorden, ventas ilegales y vagabundeo. Y es que cada domingo a las afueras del mercado de las pulgas, se extienden las ventas ambulantes hasta la Calle 19 con séptima. Objetos que según Germán son producto de posibles robos y alteran el orden público. Es por eso que hace poco Germán realizó estudios de administración en la Tadeo, para poder organizar a San Alejo y la asociación y protegerlas de las tantas amenazas que pretenden dejarlos sin espacio.
El mercado se resiste a morir, subyace en las venas del centro, del país, resguarda la memoria nacional y revuelve las fibras nostálgicas de la historia de la gente, de la cotidianidad contenida en un escaparate de relojes viejos, cocas de madera, en los centenares de fotos de centavo guardadas en bellas cajas con acabados y texturas, en muñecas de porcelana y publicidades de cuando llegó la Coca-Cola al país a finales de los años veinte. Ahora la asociación busca su lugar propio para asegurar su permanencia.
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Se ha formado un tumulto en la esquina de la bicicleta india con adornos exorbitantes en dorado y rojo flamante. Llega Germán con cachucha azul, cabello enmarañado y chaleco negro con letras naranjas, invertido al del joven que fue a buscarlo hace un momento. Parece que un hombre antioqueño de barba y mochila arhuaca llegó a media tarde y dispuso de un rincón para vender sus artesanías. El muchacho está molesto y alega ser artista venido del mercado de pulgas de Medellín, prácticamente descendiente de la misma casta. Germán le aclara calmadamente que los mercaderes aquí son socios del mercado, pagan su arriendo y han pasado por un proceso para estar allí. Al joven lo rodean decenas de mercaderes que conforman la gran cofradía del espectáculo dominical. Finalmente se aleja y todos vuelven a su lugar.
Vuelve la música, Nuestro Juramento de Julio Jaramillo resuena y en un lapso de tiempo diminuto e irreconocible suceden varias cosas al tiempo: un niño se sorprende al ver un viejo triciclo rojo de metal y con bocina, hala a su padre del brazo y él le cuenta que así eran antes y le enseña una caja llena de fotografías antiguas que hay más arriba, mientras del otro lado del corredor de juegos de muebles en madera y baúles antiquísimos, una mujer se interesa en un libro de historia. -Ese le vale treinta muñeca- dice el vendedor parándose de su silla. La chica no dice nada y en menos de un segundo lo suelta y observa un bolso colgado en un perchero del que además cuelgan escapularios. –El libro se lo dejo en quince mamita, veinte con el bolso. Interrumpe el vendedor al ver que la mujer pierde el interés. La joven se aleja y va a parar a la esquina de María de los Ángeles, quien ahora charla con Germán y come frijoles. Parece tranquila en su silla, las personas la saludan por su nombre y se alejan. El fin de semana pasado vendió un millón cuatrocientos mil pesos. Hay fines de semana en los que, al llegar la tarde, como ahora, no ha vendido nada y a la hora de empezar a guardar la mercancía llegan clientes a comprar.
- Es una ruleta, hay días buenos y otros en que se recoge sólo lo del almuerzo-.
Un día bueno encontró un par de dólares dentro de un libro. Sin embargo, son más las absurdas anécdotas del mercado. En otra ocasión apareció en un periódico que un extranjero había encontrado un cinturón de castidad por el que pensaba ofrecer veinte millones de pesos, pero cuando llegó, se había vendido ya por veinte mil pesos. Otra vez llegó la policía a decir que un comerciante guardaba un peligroso arsenal dentro del mercado. Resultó ser que el hombre realizaba artesanías con balas.
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Cae la noche sobre la ciudad y Germán sentado con un montón de hojas libros y periódicos dice - Cómo se pasó el tiempo! Su hijo ha estado sentado jugando con fichas hace ya un rato. Cierra la puerta de la oficina y el logo de San Alejo reluce con sus dos vitrolas sobre la puerta. Tomado de la mano de su hijo baja el ascensor antiguo del edificio de la novena con 17. Él tampoco quiere que su hijo pierda la tradición de su familia por eso lo lleva cada domingo al museo del mercado de las pulgas. Ahora desaparecen sobre la décima rumbo a la 19 donde es su casa.
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El atardecer indica que ya es hora de guardar los objetos. Entonces comienza el desfile de las carrozas hasta que en el parqueadero quedan sólo 500 carpas y catorce hombres que se preparan para desmontarlas en ocho horas. Al final queda un parqueadero común y corriente, las mercancías en sus respectivas bodegas aguardando a ser sacadas dentro de ocho días, cuando se arme nuevamente el pulguero.
FIN